La
paciencia es una virtud y también un poder. La paciencia nos dice que el viaje
de miles de millas empieza con un simple paso y que alcanzaremos el destino
paso a paso, uno cada vez. La paciencia nos enseña a evitar las prisas.
Entendiendo que hay una razón y un momento para todo, eso nos capacita a
sonreír ante los desafíos de la vida, dándonos cuenta de que en realidad existe
una respuesta a cada situación. Y, aunque no podamos verla, tenemos el reconocimiento
de que en cada crisis se esconde una oportunidad.
Con
paciencia aprendemos a discernir y encontrar todo lo valioso y positivo en cada
persona. Aquello de lo que podemos aprender y que siempre nos ayudará a
fortalecer nuestra visión y relación con los demás.
Con
paciencia aprendemos a descartar el hábito de ser duros y ásperos con nosotros
mismos, lo cual nos causa olas sutiles de pesar. En lugar de ello desarrollamos
la virtud de hablarnos a nosotros mismos pacientemente, suavemente, como haríamos
con un niño. Desde ese espacio de paciencia se hace más fácil tolerar, perdonar
y cambiar. Y un principio espiritual muy sencillo nos enseña que aquello que no
sabemos darnos a nosotros mismos, no podremos darlo a los demás. De modo que
aprender a enseñarnos y corregirnos con paciencia, se convierte en la base para
desarrollar esa misma actitud con los demás.
Una
madre enseña a su hijo con amor y paciencia hasta que el niño aprende. Sé una
madre y enséñale a tu mente a tener pensamientos positivos y a soltar las
preocupaciones. Entonces, cuando tu mente necesite calmarse, te obedecerá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario