Un día mi
madre y yo trabajábamos juntas en el jardín. Estábamos trasplantando unas
plantas por tercera vez. Habiendo crecido a partir de una semilla en un bote
pequeño, las plantas habían sido transferidas a un bote grande; y luego
trasplantadas al jardín. Ahora, como me estaba mudando de casa, las estábamos
trasplantando otra vez.
Siendo
inexperta como jardinera, me volví a mi experimentadísima madre. “¿No les hace
daño?”, le pregunté mientras las desenterrábamos y les sacudíamos la tierra de
las raíces. “¿ No les hará daño a estas plantas que se les desenraíce y se les
transplante tantas veces?”
“Ay, no”
respondió mi madre. “Trasplantarlas no les hace daño. De hecho, es bueno para
las que sobreviven. Así es como se les fortalecen las raíces. Sus raíces
crecerán en lo profundo, y las plantas se pondrán fuertes.”
A menudo me
he sentido como esas pequeñas plantas: desarraigada y boca arriba. A veces he
soportado el cambio con buena disposición, a veces con renuencia, pero por lo
general mi reacción ha sido una combinación de ambas.
¿No será
duro esto para mí?, pregunto ¿No sería mejor que las cosas permanecieran igual?
Ahí es cuando me acuerdo de las palabras de mi madre: así es como las raíces
crecen en lo profundo y se fortalecen.
“Hoy, Dios
mío, ayúdame a recordar que durante los tiempos de transición están siendo
fortalecidos mi yo y mi fe”.
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