A veces
actuamos de una manera que nos deja incómodos. Eso es humano. Por eso tenemos
las palabras: “Lo siento”. Curan y cierran la brecha. Pero no tenemos por qué
decir “lo siento” si no hemos hecho nada mal. Una sensación de vergüenza puede
llevarnos a disculparnos de todo lo que hacemos, de cada palabra que decimos,
por estar vivos y ser como somos.
No tenemos
por qué pedir disculpas por cuidar de nosotros mismos, por manejar nuestros
sentimientos, por fijar límites, por divertirnos o porque nos estamos curando.
No tenemos
que cambiar nunca de rumbo, si éste es el que más nos conviene, pero a veces
una disculpa general reconoce otros sentimientos y puede ser útil cuando no
están claras las cosas en una relación. Podemos decir: “Siento mucho el pleito
que tuvimos. Siento mucho que te haya lastimado con lo que tuve que hacer para
cuidarme a mí mismo; no tenía la intención de que así fuera”.
Una vez que
pedimos una disculpa, no tenemos que seguirla repitiendo. Si alguien quiere
seguirnos sacando una disculpa por el mismo incidente, eso es asunto de esa
persona y no tenemos porque dejarnos enganchar.
Podemos
aprender a tomar seriamente nuestras disculpas y a no darlas cuando no sean
validas. Cundo nos sintamos bien con nosotros mismos, sabremos cuando es
momento de decir que lo sentimos y cuando no.
“Hoy tratare
de ser claro y sano en mis disculpas, asumiendo responsabilidad por mis
acciones y por las de nadie mas. Dios mio, ayúdame a averiguar de que es de lo
que necesito disculparme y que no es responsabilidad mía”.
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